Buenos días a todas, todos.
Es un orgullo darles la bienvenida a este congreso que, más que un espacio académico, es un espacio de compromiso, de lucha y, sobre todo, de esperanza. Porque cuando hablamos de salud mental como una cuestión de derechos humanos, no estamos hablando de un tema secundario. Estamos hablando de dignidad, de justicia social, de vida.
Y es urgente que lo digamos claro, frente a quienes aún dudan, frente a quienes aún recortan: la salud mental es un derecho humano. No un lujo, no un favor, no una última prioridad. Es un derecho. Y debe garantizarse con políticas valientes y con recursos reales.
Durante décadas, las personas con discapacidad psicosocial han sido invisibilizadas, excluidas y, demasiadas veces, encerradas, medicadas o ignoradas. Pero hoy venimos a decir: basta. Basta de paternalismos, de decisiones sin consulta, de servicios pensados desde la desconfianza y no desde el acompañamiento.
Sabemos que este es un reto colectivo. No basta con leyes bonitas — aunque las necesitamos. Hace falta transformar los sistemas desde la raíz. Y para eso necesitamos a todos los actores: las administraciones públicas, las organizaciones sociales, los colectivos activistas, y las personas que viven en primera persona estas realidades.
Porque no hay política pública eficaz si no escucha a quienes han vivido en carne propia el estigma, la exclusión, la medicalización forzada o la soledad más profunda.
Y sí, hablemos de soledad. Porque uno de los grandes enemigos de la salud mental hoy es la soledad no deseada. Esa que afecta especialmente a nuestras personas mayores, pero también — y esto es dramático — a los jóvenes. Jóvenes que viven en un mundo hiperconectado, pero emocionalmente aislado. Jóvenes sin redes de apoyo, sin espacios seguros, sin futuro estable. Jóvenes que están gritando por dentro, y a los que muchas veces solo les ofrecemos silencio o diagnósticos.
No podemos seguir mirando para otro lado. La salud mental de las personas jóvenes debe ser una prioridad política, institucional y comunitaria. Porque no hay nada más desgarrador que ver a una generación perder la esperanza.
Y para cuidar la salud mental, hace falta comunidad. Hace falta tejido. Hace falta inversión sostenida en las entidades sociales que están ahí día a día, acompañando, conteniendo, apoyando. Las asociaciones y colectivos no son un complemento. Son la columna vertebral de un modelo comunitario de atención y derechos. Y ya va siendo hora de que las administraciones dejen de delegar responsabilidades sin dar herramientas. Necesitamos financiación estable, recursos humanos, formación y reconocimiento institucional real.
Porque no se construye un sistema de derechos sin recursos. Ni se combate la exclusión solo con discursos.
Por eso, hago hoy un llamamiento directo a las autoridades presentes: la salud mental no puede seguir siendo el último punto del presupuesto. Hay que invertir con responsabilidad, pero también con valentía. Hay que apostar por la atención comunitaria, por los apoyos en primera persona, por la inclusión en todos los espacios: el educativo, el laboral, el sanitario, el cultural.
Y, al mismo tiempo, hago un llamamiento a quienes venimos del activismo: que sigamos empujando. Que sigamos organizadas, vigilantes, creativas. Que no dejemos de levantar la voz por cada persona que ha sido silenciada.
Este congreso es una oportunidad para tejer puentes entre lo institucional y lo social, entre lo técnico y lo vivencial. Y si de verdad queremos avanzar, necesitamos que esos puentes estén hechos de escucha, de respeto y de compromiso mutuo.
Recordemos algo fundamental: la discapacidad psicosocial no puede seguir tratándose como algo individual. Es una cuestión de derechos. Es una cuestión de justicia. Es una cuestión de comunidad.
Hoy más que nunca, necesitamos políticas públicas que cuiden sin encerrar, que este congreso sea el inicio de alianzas reales. Y que no se nos olvide nunca: los derechos humanos no son algo que alguien te da sino algo que nadie te puede quitar.
